En las descripciones que han dejado los testigos de las figuras históricas que conocieron, hay a veces referencias sobre el modo de hablar. Son interesantes. Por ejemplo, ¿cómo hablaba el general José de San Martín? Dice Bartolomé Mitre que tenía “voz ronca”. Pero casi seguro es que gastaba un fuerte acento español, que no podía sino habérsele pegado después de 27 años de vivir en la península. En cuanto al general Manuel Belgrano, se sabe que las voces de mando le salían agudas: es lo que suscitó la risa de Manuel Dorrego en Tucumán, risa que San Martín castigó confinándolo a Santiago del Estero, en 1814.
En cuanto a la “erre” porteña en el habla prócer, Lucio V. Mansilla dice, en “Mis memorias”, que “los politicastros de tiempos de Rivadavia, imitando lo que era algo hinchado y retumbante en su lenguaje, llegaron a arrastrar tanto las ‘erres’ y a abusar tanto de la conjunción ‘y’, para darse tiempo a rumiar la frase insustancial, que lo que nosotros decimos ahora en un verbo, ello no podían articularlo sino en unos cuantos segundos”…
Güemes, gangoso
En sus “Memorias póstumas”, el general José María Paz hace un comentario sobre la voz de Martín Güemes. Afirma que “carecía hasta cierto punto del órgano material de la voz, pues era tan gangoso, por faltarle la campanilla, que quien no estaba acostumbrado a su trato sufría una sensación penosa al verlo esforzarse para hacerse entender”. Sin embargo, la “unción en su palabra” y su “elocuencia tan persuasiva”, hicieron que los gauchos “ocurrieran en derechura a hacerse matar para probarle su convencimiento y su adhesión”.
Vicente Quesada en sus “Memorias de un viejo” y Lucio V. Mansilla en la citada “Memorias” y en “Retratos y recuerdos”, describen a varios militares y políticos de la época de la Confederación. Suelen detenerse en las voces y en el modo de hablar. Afirma Quesada que, en el general Tomás Guido, “el metal de su voz era claro y armonioso”, y que “pronunciaba muy bien los vocablos: no se precipitaba”.
Tucumanos y otros
De Elías Bedoya, dice que “era murmurante, algo pomposo en su forma”. De Juan Francisco Seguí, que “tenía la voz desapacible y ronca” y que era “un gran hablantín”. Mansilla añade que “hablaba con prosopopeya, y hablaba mucho, siempre en voz alta, con animación, con brillo”.
Según Quesada, el tucumano Salustiano Zavalía “tenía la dicción acicalada como su traje: cuidadoso en la frase, la acción, la voz, como si siguiese el compás de la música, de que era un cultor muy agradable”. Mansilla añade que Zavalía “hablaba bien, muy bien, con algunas frases de retórica, sin hipérboles, con erudición, con método, con colorido, con color”.
En cuanto al otro tucumano, Marcos Paz, “su palabra tenía algo que le asemejaba a las órdenes militares; era como si se tratase de mandatos que estaban fuera de toda controversia”, dice Quesada. Apunta también que en Mariano Fragueiro “la manera de hablar era insinuante, aunque altiva”. En cambio, el presidente Santiago Derqui “se expresaba con laconismo y su voz era desapacible”. A esto se agregaba una fuerte tonada cordobesa, según testimonio de don Lucas Córdoba. En cambio, el constituyente Benjamín Gorostiaga se caracterizaba por una voz “clara y sonora”.
Zuviría, un torrente
El memorioso Quesada se detiene, durante varios renglones, en el salteño Facundo Zuviría, quien presidió la Constituyente del 53. Don Facundo “hablaba sin cesar, y accionaba sin interrupción; su inagotable locuacidad lo había hecho famoso en Salta y luego en Bolivia, y cuando volvió de su emigración peroraba hasta en las postas. Llegó al Paraná, o mejor dicho a Santa Fe, precedido de aquella fama que lo hacía temible cuando tomaba la palabra. Todos tenían que callar, le eran cortas las horas, y corría aquella cascada de palabras ante los ojos abiertos de los oyentes”.
Añadía que “le oí muchísimas veces. Cuando se entusiasmaba, lo que era frecuente, se paseaba y peroraba. Accionaba en la conversación familiar como si estuviese en una asamblea; tenía la pasión, la monomanía de la oratoria. La palabra le embriagaba… No se fatigaba hablando, se alarmaba cuando sospechaba que había entre los oyentes alguno que aspiraba a sucederle, que espiaba al momento de terciar en sus interminables monólogos. Entonces doblaba la rapidez, y la palabra tomaba una celeridad vertiginosa. El oído de los espectadores quedaba adormecido y era preciso escaparse”.
Posse, Carril, Vélez
El cordobés Justiniano Posse decía siempre, “sin ambages ni cortapisas, ni muchas flores oratorias, lo que sentía o lo que pensaba”, con una “voz potente, un poco áspera”. Pero “estallaba fácilmente en una carcajada, parecida a una explosión de ironía”. Mostraba entonces sus grandes y pulidos dientes, “que parecían decir: mi pasta no es mala, pero no me exageréis demasiado; porque tengo estas defensas para morder y no soltar sino después de haber triturado”...
En cuanto a Salvador María del Carril, el vicepresidente de la Confederación, desplegaba “una palabra animada, colorida, abundante”, con “intermitencias explosivas de risa”. Don Lucas Córdoba, de adolescente, oyó hablar, en el Colegio de Concepción del Uruguay, al presidente Justo José de Urquiza. Lo hizo, cuenta, “con exceso de ademanes” y con un tono “entre campesino y orgulloso”.
El autor del Código Civil, Dalmacio Vélez Sarsfield, se radicó en Buenos Aires en 1823 y salvo muy breves intervalos, no regresó a su Córdoba natal. José Figueroa Alcorta lo llamaba “viejo porteño con tonada cordobesa”. Pero Nicolás Avellaneda, su colega en el gabinete de Sarmiento, hallaba memorables sus discursos. “Tenía en su voz aquellos acentos que se graban en la memoria de las asambleas o de los pueblos, y que ponen en presencia del orador la posteridad lejana”.
Estrada y Goyena
Paul Groussac, en “Los que pasaban”, asentó varias observaciones sobre el habla de sus retratados. De José Manuel Estrada recuerda “la voz sonora, el verbo copioso y vibrante, que difícilmente se doblegaría al medio tono ligero y al giro familiar”. Sobre Pedro Goyena en el Congreso, decía que “la voz, que es la mitad de la elocuencia, constituía en Goyena un instrumento de verdadera seducción: clara, flexible, sonora sin ser voluminosa ni rotunda como la de Estrada, pero rica en matices y pasando sin esfuerzo del conversado medio tono al alto y vibrante registro de la obsecración patética y la prosopopeya; parecía potente en fuerza de ser penetrante, y llenaba el recinto por la sola virtud del apropiado acento unido a la perfecta nitidez de la elocución”. Pero se preguntaba: “¿Sería acaso por esto mismo, y en razón del arte consumado en que se veía asomar el artificio, por lo que la oratoria tan deleitosa de Goyena muy poco conmovía?”. Era “elocuencia de encantamiento y caricia para el oído, más que de emotiva o viril convicción para el entendimiento”.
Pellegrini y Roca
A Carlos Pellegrini, lo había oído hablar por primera vez en el Senado, en 1881. Tres años después, le pareció que su oratoria se había tornado notablemente superior. “Los defectos se habían aminorado, hasta no quedar sino los rasgos característico de la fuerte personalidad. El áspero vozarrón de marras, con sus quebraduras en falsete, se había extendido y como empastado, adquiriendo emisión más homogénea y flexible. En la elocución, ya natural, no retumbaba ese énfasis declamatorio y afectada vehemencia de la antigua escuela”. Es que ya el futuro presidente, “por un instinto superior, orientado hacia la creciente influencia europea que fue disciplinando su gusto algo inseguro, ponía visiblemente su preferencia en el rasgo sobrio y la fuerte sencillez de los maestros clásicos, a los cuales debía aproximarse más y más, sin alcanzarlos nunca”.
De Julio Argentino Roca, dice que “hablaba sobriamente, sin esfuerzo ni rebuscamiento, como militar de buena cuna y no falto de lectura, diciendo por momentos cosas fuertes con voz suave”.
Nicolás Avellaneda
De ese costado del presidente Nicolás Avellaneda, han quedado varios testimonios. Groussac dice que su voz, “de timbre un tanto agudo en la conversación, no carecía, al esforzarse, de alcance ni vibración oratoria. La elocución, notablemente precisa y fácil, expresaba el pensamiento con propiedad y eficacia perfectas; sí bien algo la deslucía -sobre todo para oyentes noveles- una pronunciación cadenciosa, que adquirida al principio como amaneramiento facticio, había rematado en achaque natural”. Agrega que el “el cloqueo ¿Uh?”, al fin de la frase, era uno de sus tics.
Carlos M. Urien afirma que el gran tucumano “tenía un modo de hablar peculiarísimo, así como su expresión siempre usaba alguna palabra escogida, un estilo fluido y elegante, pues que era un cultor de la forma. Acentuaba por lo común sus afirmaciones, imprimiéndoles el tono de la convicción”.
Letras difíciles
Agrega Urien que Avellaneda “sufría de un hábito inveterado con respecto a la pronunciación. No podía pronunciar la ‘b’ ni la ‘v’ y aún la ‘d’, y así, a las palabras que llevan estas letras, las pronunciaba con ‘p’ o con ‘t’ siempre”.
A las palabras, además, les daba siempre “el tono grave, olvidándose del agudo. A este modo de decir, unía también la costumbre de erguirse, de empinarse sobre los tacones de sus botines, que debían molestarle sobremanera al caminar. De ahí el hábito de andar algo inclinado, oprimiéndose con la mano derecha la parte inferior del cuerpo. Creía sin duda que empinándose, aparecía más alto ante los que le observaban”.